Considerada como la madre adoptiva de muchos cubanos, Celia Sánchez Manduley, fue desde niña traviesa, dinámica, atrevida y ocurrente. Singulares resultaban sus bromas, como la de cerrar a menudo la llave de paso para dejar enjabonado a quien se estuviera bañando, o esconderle los zapatos a un familiar visitante y después no recordar el lugar donde los había ocultado.
Pero esa pequeña hiperactiva y con una imaginación sin fronteras, sorprendería años después por su valor e intrepidez revolucionaria mezclada con ternura y su vehemente manera de ver el futuro, con una intranquilidad y pasión, que le convertirían con el andar del tiempo, en una de las personalidades más fascinantes de la historia de Cuba.
En Celia se juntan el humanismo, la responsabilidad, el decoro, convertida en el mito de la guerrillera que representa a la mujer cubana. Fue mucho más que la temeraria heroína, capaz de disfrazarse de embarazada o de arrastrase entre las espinas de un tupido marabuzal para burlar una persecución de los esbirros de la tiranía.
Su amor por los niños le viene desde antes de subir a la Sierra y
el apego a la naturaleza le hizo combinación de mar y lomas, con la Mariposa en el cabello, honró el símbolo de la identidad nacional, el respeto y apego a sus antecesoras mambisas.
Esta insigne mujer amiga y compañera de Fidel amaba lo estético, buscaba la belleza en las cosas más insólitas y su capacidad para estar pendiente del detalle, le hicieron insuperable.
Cuando le faltaban solo 4 meses para cumplir 60 años, el 11 de enero de 1980, la muerte arrebataba con sus garras a la flor más auténtica de la nación cubana, a la mujer incansable que ni en sus últimos momentos de aliento perdió la sonrisa, la dulzura y su manera alegre de mirar la vida; porque Celia es y será siempre, la compañera, la amiga y el ejemplo imperecedero de las cubanas.